
La infancia y la adolescencia marcan, en gran medida, nuestra vida adulta. Las personas más jóvenes están implicadas en una comunidad a su modo y viven también los efectos de la pandemia de la COVID-19. Reflexionar sobre cómo debemos ejercer nuestro papel las personas que nos dedicamos a la atención sanitaria y a la promoción de la salud en estas primeras etapas del río de la vida es siempre un reto. Ahora es crucial.
Para reducir el impacto de la pandemia ocasionada por la COVID-19, debemos facilitar el afrontamiento de la situación a la población infantil y adolescente y a sus familias. La comunicación efectiva y rápida, así como el apoyo de las y los salubristas para potenciar las medidas de autoaislamiento, distancia física, lavado de manos y protección son clave en la comunicación con toda la población¹, pero especialmente con la infancia y adolescencia.
La salud depende de la edad, el sexo o las características biológicas, factores sobre los que tenemos limitadas o nulas capacidades de influir o modificar, pero existen otros factores sobre los que sí podemos actuar, unos a nivel macroestructural y otros a nivel de la meso o la microestructura². Nuestra vivienda, barrio, el colegio de nuestros hijos e hijas, las tiendas que nos rodean, nuestro trabajo o la ausencia de este son determinantes que influyen en la salud de los chicos y chicas. Los determinantes sociales, según el peso de sus diversos niveles, pueden dar lugar a diferencias injustas y evitables; lo que denominamos inequidades en salud. Estas, aunque son evitables «aguas arriba», siguen formando parte de nuestro panorama, y en situaciones como la actual es probable que tiendan a aumentar. Además, las desigualdades en salud en la vida adulta están determinadas en parte por las circunstancias de la vida temprana…